En el panorama global, América Latina, una región rebosante con vida y potencial, suele encontrarse varios pasos atrás en la maratón del progreso tecnológico. A pesar de que con la globalización los vientos del desarrollo soplan fuertemente en todo el planeta, estos parecen perder ímpetu al alcanzar nuestra región. Esto no se debe únicamente a la falta de inversión, a la renuencia o la falta de recursos; es también el resultado de una compleja red de factores que incluyen políticas económicas, prioridades educativas, y, de forma crucial, la relevancia de las tecnologías actuales para los problemas específicos de nuestra región.
El año pasado durante mi tercer trimestre en la Universidad de Stanford, tuve la oportunidad de tomar un curso titulado “La Política del Desarrollo”. Una de las unidades abarcadas por esta clase se centraba en desentrañar las razones por las cuales los países en proceso de desarrollo frecuentemente no logran romper las cadenas de la pobreza. Históricamente, las naciones del Sur Global (un término que hace referencia al tercer mundo), entre ellas las de América Latina, han luchado (y, en su mayoría, no han conseguido) igualar el paso acelerado de progreso marcado por sus contrapartes del Norte Global (un término que hace referencia al primer mundo). A lo largo de los últimos siglos, el Norte Global se ha caracterizado por su capacidad de reinvención constante, perfeccionando sus prácticas en agricultura, industria, transporte, y tecnología, lo que ha resultado en una era de prosperidad y bienestar. En contraste, el Sur Global ha sufrido una forma de aislamiento involuntario, quedando al margen de esta ola de progreso.
La raíz de la cuestión no es simplemente la accesibilidad de las tecnologías, sino también su aplicabilidad en nuestro contexto. Un ejemplo palpable lo encontramos en el ámbito de la agricultura, un sector que ha sido fundamental para el desarrollo de las principales economías globales. Es cierto que un papicultor en los altiplanos colombianos puede enfrentar desafíos similares a los de un homólogo en las planicies de Estados Unidos; sin embargo, las diferencias son también destacables. Por ejemplo, el agricultor colombiano puede lidiar con variaciones topográficas más extremas que limitan su uso de maquinaria a gran escala, o quizás la biodiversidad de plagas que afectan sus cultivos son diferentes. Por otro lado, su contraparte en Estados Unidos puede gozar de un acceso más directo a tecnologías de irrigación diseñadas para su tipo de terreno, o modificaciones genéticas adaptadas a sus condiciones climáticas específicas.
Además, la tecnología que beneficia a los agricultores en Estados Unidos puede ser, en muchos casos, igualmente útil para aquellos en otros países del Norte Global debido a similitudes en infraestructuras de apoyo, climas templados, y regulaciones comerciales y agrícolas. Por ejemplo, una nueva maquinaria de siembra desarrollada en Estados Unidos que optimiza el uso del agua podría ser adoptada rápidamente en campos europeos donde los patrones de lluvia y los tipos de suelo son comparables, o donde existen acuerdos e incentivos comerciales que facilitan la importación de equipos y tecnologías agrícolas.
Sin embargo, cuando consideramos cultivos autóctonos de nuestras regiones, como la yuca, la piña o el plátano, se hace evidente que las tecnologías diseñadas para cultivos común en el Norte Global frecuentemente no se ajustan a las necesidades de nuestra región. Esta situación pone de relieve un desafío crucial: mientras que en el Norte Global los avances tecnológicos tienen un efecto acumulativo, potenciando y multiplicando el desarrollo, los países del Sur Global se encuentran frecuentemente en una posición donde no pueden aprovechar plenamente estas innovaciones. Esta brecha en la capacidad de adoptar y beneficiarse de la tecnología es uno de los factores que frenan significativamente el desarrollo de los países tercermundistas, y por ende, de América Latina.
No obstante, nos encontramos en un momento histórico en el que el desarrollo está impulsado en gran medida por la digitalización, un ámbito que parece distribuir sus ventajas de manera más equitativa a nivel global. La digitalización y la globalización, fuerzas paralelas en este proceso, han democratizado en cierto sentido el acceso a la innovación. Si bien América Latina ha surfeado estas olas hasta cierto punto, integrando tecnologías en diversos sectores, sigue existiendo una brecha significativa que no podemos permitirnos ignorar. En Wise Meetings, estamos comprometidos con cerrar este vacío, facilitando relaciones B2B entre empresas en América Latina y proveedores de soluciones tecnológicas avanzadas.
Pero el verdadero reto trasciende simplemente adoptar la tecnología; radica en nuestra capacidad para adaptarla y, en lo necesario, reinventarla por completo. Las soluciones que nacen en Silicon Valley y otros centros de innovación a menudo no son trasladables de forma directa a nuestro entorno único en el cual nos enfrentamos a desafíos propios. Nuestra sociedad, por ejemplo, está marcada por profundas desigualdades socioeconómicas que se reflejan en el acceso a la educación digital y a oportunidades de emprendimiento. La inseguridad persistente en muchas de nuestras ciudades frena la inversión y la innovación, mientras la explotación excesiva de nuestros recursos naturales amenazan no solo nuestros ecosistemas ricos en flora y fauna, sino también las economías locales que dependen de ellos. Además, aunque la rica diversidad cultural es una de nuestras mayores fortalezas, también plantea el reto de atender y respetar las voces de numerosas comunidades. Un empresario se enfrenta no solo a la burocracia y a la escasez de inversión, sino también a infraestructuras físicas y tecnológicas deficientes, y a mercados laborales que carecen del capital humano necesario para innovar.
Estos desafíos, lejos de ser obstáculos insuperables, representan auténticas oportunidades para la innovación, convocando a una generación de solucionadores creativos y pensadores audaces. Nos encontramos en la era de la Inteligencia Artificial, un tiempo que promete tener un impacto global más imponente que las grandes revoluciones tecnológicas previas. Las innovaciones que surjan en las próximas décadas no solo forjarán nuestro futuro, sino que también marcarán el lugar de América Latina en el escenario mundial. Nos encontramos ante un punto de inflexión único, una ventana dorada de oportunidad para lanzar nuestra región a la frontera de la innovación tecnológica y así evitar quedarnos relegados, una vez más, a ser espectadores en la carrera global del desarrollo.
Es imperativo fomentar una oleada de innovadores, aquellos que están profundamente arraigados en las tierras latinoamericanas, que respiran su aire y viven en su realidad. No podemos permitir que el éxodo de nuestro talento más hábil continúe; necesitamos una sociedad que invite a la innovación, que proporcione los incentivos para premiar a los visionarios que buscan crear soluciones cuidadosamente elaboradas para nuestras necesidades únicas.
Este llamado no es solo para los ya establecidos en los campos profesionales y académicos, sino también para los jóvenes, los estudiantes, los soñadores que están empezando a entender el mundo a su alrededor. A ellos se les debe alentar a mirar más allá de las fronteras, no para irse, sino para aprender y traer de vuelta a casa ideas que puedan ser sembradas y crezcan en nuestro suelo único. La conexión entre la diáspora latinoamericana y su tierra natal debe ser una vía de doble sentido, un intercambio constante que enriquezca a nuestra sociedad, fortalezca nuestras economías y, en última instancia, construya un futuro en el que el potencial de América Latina no solo sea reconocido, sino plenamente realizado.
Este llamado se extiende a nuestros líderes gubernamentales y políticos para que se unan a esta visión vital, fomentando un ambiente donde la innovación no solo sea posible, sino inevitable. Carecemos de infraestructura educativa que eficientemente capacite a nuestros jóvenes, dotándolos del capital humano esencial que requerimos. Necesitamos políticas que no solo protejan las ideas, sino que también alimenten el deseo innato de explorar y crear. Los marcos regulatorios deben incentivar el riesgo y la inversión en nuevos emprendimientos, educación de calidad, y en infraestructura digital y física que soporte el crecimiento y la expansión de ideas innovadoras.
La tarea no es pequeña, pero en este desafío reside también nuestra más grande oportunidad: forjar un futuro donde la tecnología y la innovación sean por y para América Latina, reflejando nuestras necesidades, resolviendo nuestros problemas y celebrando nuestra diversidad incomparable.